El lunes temprano, la luz suave de la mañana se filtraba por las ventanas del comedor. Don Emiliano ya estaba sentado, con una taza de café humeante entre las manos, cuando vio entrar a Carlos. Aprovechó la ocasión para invitarlo a sentarse.
—Te estás adaptando rápido, muchacho —comentó con una media sonrisa—. Y eso es bueno… pero no me sorprende, porque lo llevas en la sangre.
Carlos, con el ceño levemente fruncido, se acomodó frente a él. Sus ojos, atentos, buscaban no perder palabra. Don Emiliano prosiguió, con ese tono que mezclaba nostalgia y orgullo:
—Cuando yo era apenas un muchacho, junto a tu padre, hacíamos grandes planes para el futuro. Soñábamos con cosas enormes, con estas tierras que, desde el pueblo, apenas parecían un manchón verde en el horizonte. Te diré algo: un día, dibujamos esta casa… así como la ves ahora. Tu padre lo tenía claro, él quería ser ingeniero, y yo también, pero… no tuve el coraje que tuvo Andrés Gutiérrez.
Hizo una pausa, como si estuviera saboreand