El rugido del motor de la camioneta de Alondra se escuchó en la madrugada, rompiendo el silencio pesado que cubría la hacienda. Eran más de las tres de la mañana y don Emiliano aún no había conciliado el sueño. Caminaba de un lado a otro en su habitación, inquieto, con el presentimiento de que la noche aún no había mostrado todo su veneno.
Carlos, en su habitación, tampoco lograba dormir. Había visto a Alondra en aquel escenario, cantando con la voz rota y los ojos nublados por el alcohol. La imagen lo perseguía como una herida abierta, como un secreto que él jamás hubiera querido descubrir.
La puerta de la hacienda se abrió con un chirrido y Alondra entró tambaleándose, con el rostro enrojecido por el aguardiente. Manuela la esperaba sentada en la sala, con el rosario en las manos, murmurando letanías a media voz.
—¡Ay, mi niña hermosa! —exclamó al verla—. Mírate cómo estás… gracias a Dios que llegaste bien.
Alondra, con una sonrisa torcida, le hizo seña de silencio llevándose un ded