Bastián
Los últimos cinco días habían sido interminables. Eliza se había ido a visitar a sus padres y, aunque jamás podría negarle algo así, su ausencia me pesaba más de lo que quería admitir. Sin darme cuenta, ella se había vuelto parte de todo en mi vida.
Ahora, sin su risa, sin su voz, sin sus pasos suaves recorriendo la casa, todo parecía más apagado.
La sentía en cada rincón: en la oficina, donde sus "buenos días" solían marcar el inicio de mis jornadas; en casa, donde sus pantaloncitos cortos y su presencia ligera llenaban mi mundo gris de luz y color. Su energía, su forma de mirarme como si no temiera nada, había transformado mi rutina en algo que anhelaba vivir cada día.
Y sí, estaba jodidamente atrapado en eso.
No era fácil para mí. Nunca lo había sido. Todavía me costaba entender todo lo que sentía, cómo manejarlo sin parecer débil o perder el control. Pero lo que sí tenía claro era que Eliza era especial para mí. Y que quería que se quedara a mi lado.
Suspiré mientras firma