El amanecer llegaba tibio y luminoso al hospital. Los primeros rayos de sol se filtraban por los ventanales, tiñendo de oro pálido las sábanas blancas y el rostro sereno de Eugene, que dormía con la boquita entreabierta en brazos de su madre.
Emma lo contemplaba con una mezcla de ternura y alivio. Había pasado noches enteras llorando, temiendo no volver a verlo jamás, y ahora que lo tenía de nuevo, no podía soltarlo.
Harry estaba sentado junto a la cama, sosteniendo una taza de café frío que no había probado. Sus ojos, cansados pero llenos de luz, se posaban en ella. Verla así, abrazando a su hijo, le arrancaba el aire. Había sido un infierno interminable desde el secuestro, un mes de incertidumbre, miedo y culpa. Pero ahora, por fin, podían respirar.
La doctora entró sonriendo, revisando la tabla médica y observando a la pequeña familia.
—El bebé está en perfectas condiciones. No hay signos de trauma ni secuelas físicas. Está saludable, con un peso excelente. —Levantó la vista y añad