El reloj de la pared marcaba las once y media cuando Violeta terminó de enviar un mensaje a Liam:
“Te espero en la cafetería de la esquina.”
Había terminado temprano en el hospital esa mañana, pero en su interior se sentía demasiado revuelta como para regresar directamente a casa. El aire afuera olía a pan recién horneado y a café tostado, un aroma reconfortante que no lograba calmarle el corazón.
Se acomodó en una de las mesas junto a la ventana, mirando cómo las gotas de lluvia se acumulaban en el cristal. Atenea, si hubiese estado allí, probablemente habría perseguido las gotas con las patitas, como hacía con todo lo que se movía. Pensar en su gata la tranquilizó apenas un poco.
Cuando Liam llegó, el sonido de la campanita sobre la puerta bastó para que ella lo reconociera incluso antes de verlo. No sabía cómo, pero podía distinguir su presencia entre un millón de personas. El aroma de su loción, la forma firme pero pausada en la que caminaba, la serenidad de su voz al pedir un caf