Sofía estaba sentada en el alféizar de la ventana, con la mirada perdida en la oscuridad del exterior. Sus pensamientos vagaban sin rumbo, como si intentara escapar de la realidad que la mantenía atada al dolor.
En ese momento, la puerta se abrió suavemente y Antonio entró con una bandeja en las manos. Al verla tan frágil, rota por dentro, un nudo se apretó en su pecho. Todo aquello había sido culpa de Brian… y tarde o temprano se aseguraría de que pagara por ello, de que se pudriera en la cárcel.
—Sofía… —llamó con voz baja mientras tocaba con los nudillos la puerta para no asustarla.
Ella giró el rostro, sorprendida, y enseguida se levantó de su lugar.
—Te he traído la cena —dijo Antonio con serenidad—. No quería que te esforzaras bajando las escaleras. Debes descansar.
Sofía asintió con suavidad y tomó la bandeja de sus manos, agradecida por el gesto.
—Muchas gracias… no debiste molestarte.
Antonio la observó fijamente, con esa mirada que parecía atravesar sus miedos.
—Jamás serás