Sofía se acomodó en el asiento delantero del auto, aún con el cuerpo tenso y el corazón latiendo a un ritmo desbocado. Cada músculo parecía recordar los días de encierro, el hambre, la desesperación. Sus manos se aferraban al bolso como si fuera un salvavidas, y su mirada, aunque se posaba en el paisaje que pasaba veloz por la ventanilla, no dejaba de buscar en Antonio un refugio, un ancla que la mantuviera firme.
—Gracias… —dijo finalmente, su voz temblorosa, apenas un susurro que parecía luchar por no quebrarse—. Gracias por todo… por venir, por no dejarme sola.
Antonio desvió la vista del camino y le lanzó una mirada suave, cargada de firmeza y cuidado. Su mano descansaba sobre la palanca de cambios, pero parecía que incluso la distancia del volante no impedía que él sintiera cada temblor de ella.
—Siempre estaré para ti, Sofía —dijo, con una calma que envolvía cada palabra, como si quisiese que el mundo entero desapareciera y solo quedaran ellos dos en aquel instante—. No import