Habían pasado dos días y Sofía seguía atrapada en la habitación, rodeada de un silencio que parecía aplastarla. Su estómago rugía con furia; no había probado alimento en todo ese tiempo, y cada pinchazo era un recordatorio cruel de su debilidad. Se sentía al borde del desfallecimiento, mientras la crueldad de Brian se hacía más insoportable con cada minuto que pasaba.
Desesperada, buscó las tijeras y se inclinó sobre la cerradura, intentando abrirla con manos temblorosas. Por más que lo intentara, la cerradura se mantenía firme. Las lágrimas se le escapaban, calientes y amargas, resbalando por sus mejillas. Si hubiera presentido siquiera una fracción de lo que le esperaba, se habría ido hace mucho.
No podía pedir ayuda. Brian había tomado su teléfono, dejándola completamente aislada.
Se dejó caer sobre la cama, abatida, y revolvió su bolso con la esperanza de encontrar algo, cualquier cosa, que calmara su hambre. Solo halló dos caramelos. Los tomó entre dedos temblorosos, rompió los