—Señor Han, ya tengo un nombre —la voz del investigador sonaba clara al otro lado—. Está confirmado. El nombre de la persona que ha estado falsificando las cuentas es…
La línea de repente crujió, distorsionándose. Una interferencia aguda llenó el auricular.
—…cuch… estática… rio…
—Kovacs, no te entiendo. Repite el nombre —instó Adrián, apretando el teléfono contra su oído.
Pero solo recibió como respuesta un silbido constante y luego… nada. La llamada se había caído. Maldijo entre dientes y estaba a punto de volver a marcar cuando una voz serena lo interrumpió desde detrás.
—Señor Han.
Adrián se volvió. Frente a él estaba Lucius, un hombre de edad un poco más viejo que él —podría tener cuarenta o cincuenta—, vestido con un traje impecable. Era uno de los empleados más antiguos y personales de la empresa familiar, un hombre en quien su madre confiaba ciegamente y a quien él mismo había recurrido en incontables ocasiones para manejar asuntos delicados. Su lealtad siempre había parecido