La tensión en la sala era palpable. Mateo, al ver la evasiva de Adrián, esbozó una sonrisa cargada de curiosidad. Dejó su vaso sobre la mesa de cristal con un clic preciso, se inclinó hacia adelante apoyando los codos en las rodillas y clavó su mirada en Adrián.
—Oye, Han —comenzó, su tono ahora serio pero con un destello de intriga—. ¿Es cierto lo que he oído?
Adrián lo miró, un leve ceño frunciendo su frente.
—Depende —respondió, su voz neutra—. ¿Qué tanto has oído?
—Lo suficiente —confesó Mateo, encogiéndose de hombros— como para tomar un vuelo de última hora desde Londres hasta aquí. Eso te debería dar una pista.
Adrián no dijo nada. Se levantó con calma, fue a la cocina y sirvió más whisky en su vaso, el sonido del líquido al caer fue el único ruido en la habitación. Regresó y se sentó de nuevo frente a Mateo, quien se había recostado cómodamente en el sofá, con los brazos extendidos sobre el respaldo.
—Si es cierto —dijo Adrián, tomando un sorbo—, primero dime tú exactamente qué