El sol comenzaba su lento descenso hacia el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranja y púrpura que se reflejaban en las olas. La brisa marina jugueteaba con los cabellos sueltos de Valeria, quien, sentada en la arena fina y húmeda, sentía por primera vez en semanas que su pecho no estaba oprimido por la ansiedad. A su lado, dentro de su transportadora de malla, Luna ronroneaba suavemente, adormilada por el vaivén del viento y el sonido hipnótico del mar. Valeria había descalzado sus pies, enterrando los dedos en la arena fresca, y cerraba los ojos, dejando que la inmensidad del océano le recordara lo pequeño que era su mundo de problemas en comparación con la vastedad del universo.
Fue en ese frágil momento de paz cuando el vibrar insistente de su teléfono cortó el hechizo. Lo miró con fastidio, como si fuera un intruso. Adrián Han, decía la pantalla. Respiró hondo, antes de deslizar el dedo para contestar.
—¿Sí? —dije, intentando que mi voz sonara lo más normal posible.
—Oye, Cua