El silencio en la cocina era tenso, una mezcla amarga de té frío y tensión no dicha. Las yemas de mis dedos, arrugadas por el agua caliente y el jabón, se aferraban a la última taza como si fuera un salvavidas. Cada movimiento, cada clic de la loza al ser colocada en el escurridor, sonaba como un trueno. Sentía la mirada de Adrián grabada en mi espalda, un peso físico que me recordaba lo absurdo de nuestra situación. Él, sentado en una de las sillas que hacían juego con mi pequeño comedor pegado a la cocina con una bolsa de guisantes congelados—mi sustituto de emergencia para una bolsa de hielo—presionada contra su frente. Yo, la contable, lavando tazas como si el orden en mi cocina pudiera traer orden a este caos.
—¿En serio tienes una hermana? —Su voz cortó el aire, no con enfado, sino con una curiosidad fría, analítica, como si yo fuera un informe con datos inconsistentes.
Dejé la taza en el escurridor con más fuerza de la necesaria. Respiré hondo, contando mentalmente hasta tres.