La cafetería del Hotel Central seguía siendo un hervidero de conversaciones matutinas, el aroma a café recién hecho mezclándose con el murmullo constante de las voces. Sin embargo, en la mesa de Yago, Joren y Nant, la atmósfera era de una intensa concentración, casi una burbuja de seriedad inquebrantable. El pacto entre los hermanastros se había sellado de forma tácita, y ahora Joren estaba desgranando, con metódica precisión, sus ideas para contrarrestar el ataque malicioso de Belem. Yago, por su parte, evaluaba cada palabra, cada estrategia legal propuesta, mientras Nant, a su lado, absorbía cada detalle, comprendiendo la complejidad del mundo en el que se estaba adentrando, un mundo donde las reglas no siempre eran escritas.
En medio de la discusión, que se había extendido por un tiempo considerable, Yago, con un movimiento fluido y decisivo, sacó su celular. Sus dedos, ágiles y precisos, teclearon algo en la pantalla táctil con una velocidad asombrosa. No era una llamada telefónic