El resonar de la puerta de la oficina al cerrarse detrás de Eunice dejó a Yago, Ludwig y Diana en un silencio tenso, denso como la bruma de una mañana. El aire se cargaba de expectativas no dichas. Ludwig, todavía afectado por la resaca, se sirvió un vaso de agua con un temblor en la mano. Diana se sentó en el sofá de cuero frente al escritorio, su cuerpo rígido como una estatua, sus ojos fijos en Yago, intentando descifrar su siguiente movimiento. La fachada de anfitriona amable se había disuelto, dejando al descubierto a la mujer fría y calculadora que era en realidad.
Yago, por su parte, tomó asiento en la silla de cuero frente al escritorio, su postura relajada, pero su mirada intensa. El reloj de pared marcaba los segundos, cada tic-tac un recordatorio del tiempo que se estaba agotando. Finalmente, Ludwig rompió el silencio, su voz rasposa pero con un tono que exigía una respuesta.
—A que debo tu visita, hijo —preguntó Ludwig, su mirada escudriñando el rostro de Yago, buscando un