El resonar del timbre rompió el tenso silencio que se había instalado en la mansión Castillo. Ludwig, sentado en su imponente escritorio de caoba, dio un respingo, el dolor de cabeza de la resaca intensificándose con el sonido agudo. Diana, de pie frente a la ventana, su mente en un torbellino de preocupaciones, se sobresaltó. La puerta de la oficina, por donde habían espiado la llegada de Yago, estaba ligeramente entreabierta, dejando pasar el eco del timbre por toda la casa. Fue Eunice, su rostro impasible y sereno, quien se dirigió a la entrada principal para abrir.
La joven se movió con la gracia profesional que la caracterizaba, su uniforme impecable y su cabello recogido en una coleta perfecta. Abrió la pesada puerta de madera y se encontró cara a cara con Yago. El joven, de pie en el umbral, lucía impecable en su traje, con una presencia que llenaba el espacio. Su mirada era tranquila, pero sus ojos brillaban con una inteligencia aguda que Eunice había visto en pocas personas.