La camioneta de lujo de Yago, silenciosa y majestuosa, se perdió en la distancia, su motor, apenas un murmullo, contrastando con el estruendo que se avecinaba en el interior de la casa de Nant. El padre de Nant, Ernesto, un hombre de rutina y de valores férreos, se adentró en su hogar. Las puertas de la casa se cerraron con un fuerte golpe, y su voz, que normalmente era profunda y calmada, resonó con una furia contenida que heló la sangre de Nant e Isabel.
—¡Nant! ¡Isabel! —gritó, usando un tono que era más una orden que una llamada. Su voz se quebró un poco, revelando una mezcla de frustración, enojo y una profunda decepción que pesaba en el aire.
Nant, que estaba en su habitación tratando de procesar la tarde y la generosidad de Yago, bajó a la sala. Su madre, Isabel, hizo lo mismo, con una expresión de preocupación en el rostro. Ambas sabían que se avecinaba una discusión, pero no esperaban la magnitud del enojo de Ernesto. La paciencia del padre de Nant se había agotado, y las reg