Alec se quedó allí, con los brazos vacíos y el pecho agitado, viendo cómo Miranda se deshacía en llanto frente a él. Se sentía agotado, drenado hasta la última gota de energía vital. No sabía qué decirle.
Ninguna palabra parecía suficiente para llenar el abismo de años de silencio, malentendidos y dolor que él mismo, con su amnesia y luego con su cobardía, había cavado entre los dos.
La verdad es que su corazón estaba destrozado. Al escucharla confesar que ella se había enamorado de él desde el primer día, que había sufrido en silencio su indiferencia, se sintió como el mayor idiota sobre la faz de la tierra. Había tenido el amor de su vida frente a sus ojos, durmiendo en su cama, y la había tratado como a una extraña.
—Miranda... —intentó acercarse de nuevo, con la voz rota—. Perdóname. Soy un estúpido, un maldito cobarde. Tienes razón en todo. No tengo excusas, pero por favor...
Ella negó con la cabeza frenéticamente, soltándose de su agarre con un movimiento brusco, a pesar de que