Miranda sentía ya no podía más. Estaba hecha un ovillo en la cama, mientras su cuerpo se sacudía por sollozos silenciosos pero desgarradores.
Estaba molesta con todo: con Alec por su cobardía, con Elizabeth por sus manipulaciones, y consigo misma por haber amado en silencio a un hombre que la había ignorado durante años.
Se sentía estúpida por haber guardado esa esperanza, y ahora que la verdad había salido a la luz, en lugar de sentirse liberada, se sentía traicionada.
Intentó levantarse, impulsada por un deseo irracional de hacer las maletas e irse, de huir a casa de Vera o a cualquier lugar donde no tuviera que ver esos ojos azules que le habían mentido. Pero apenas puso un pie fuera de la cama, el mareo la golpeó. Sus piernas, débiles por el mes de inactividad, temblaron, y el dolor en las costillas le recordó cruelmente su realidad.
—Maldita sea... —susurró, dejándose caer de nuevo en el colchón, derrotada.
Estaba atrapada. Demasiado débil para irse, demasiado herida para qued