La mañana siguiente llegó con una pesadez inusual. A Alec, quien siempre acostumbraba levantarse temprano, esa mañana le costó un esfuerzo casi sobrehumano abrir los ojos. Sentía el cuerpo entumecido, como si el estrés de las últimas semanas se hubiera materializado en un peso físico sobre sus hombros.
Se levantó, flexionando las extremidades y bostezando un par de veces para espabilarse. Se dirigió al baño para tomar una ducha rápida, dejando que el agua fría despejara la bruma de su mente. Siguió su ritual matutino mecánicamente: vestirse con un traje impecable, ponerse su perfume característico, peinarse prolijo. Se dio los últimos retoques frente al espejo, observando su reflejo.
Todo estaba en orden por fuera, aunque por dentro se sentía al borde del colapso.
Salió de su habitación y se encontró con el pequeño Edward, quien ya estaba levantado y vestido, esperándolo en el pasillo.
—¿Cómo has dormido, hijo? —preguntó Alec, suavizando su expresión.
Edward sonrió, mostrando sus peq