75

Beatrice sostuvo el teléfono con firmeza, secándose las últimas lágrimas de frustración. Sabía que no había vuelta atrás. Su madre tenía razón: era el momento de sacar provecho.

Marcó el número de Alec. Él contestó al tercer tono, su voz cargada de impaciencia.

—¿Qué quieres ahora, Beatrice? Te dije que mi decisión estaba tomada.

—Lo sé —habló, intentando que su voz no temblara—. Y por eso te llamo. He estado pensando en lo que dijiste. Alec, estoy dispuesta a darte la custodia completa del niño. Ni siquiera voy a pelear por ella.

Hubo un silencio sepulcral al otro lado de la línea. La sorpresa de Alec era palpable. Hacía apenas unas horas, ella le había gritado jurando guerra eterna, y ahora, de repente, ¿se rendía?

—¿Has cambiado de opinión tan rápido? —preguntó él, con escepticismo—. ¿Por qué?

—Hablemos en persona. Te veo en el café del centro, el que está cerca de tu oficina, en veinte minutos. Si quieres al niño sin peleas, estarás ahí.

Y colgó.

Veinte minutos después, Al
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