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Beatrice sentía que las paredes de su departamento se cerraban sobre ella. El aire le faltaba y el pánico le arañaba la garganta. Con los dedos temblorosos, marcó el número de la única persona a la que podía recurrir, aunque en el fondo supiera que no encontraría consuelo, sino una realidad cruda.

El tono de llamada sonó una, dos, tres veces. Finalmente, contestaron.

—¿Sí? —La voz de Marie Collins sonó al otro lado, seca y pragmática.

—¡Mamá! —gritó Beatrice, su voz quebrada por el llanto y la histeria—. ¡Mamá, tienes que ayudarme! ¡Es Alec! ¡Ese maldito ha perdido la razón!

Marie suspiró pesadamente, alejando el auricular de su oído. —¿Y ahora qué ha pasado, Beatrice? Deja de gritar, me vas a romper el tímpano.

—¡Está dispuesto a quitarme la custodia completa del niño! —sollozó ella, caminando de un lado a otro, pateando la ropa sucia del suelo con impotencia—. Me lo dijo en la cara, mamá. Quiere quedarse con Edward por completo. Dice que no soy apta, que me lo va a quitar todo.
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