Durante la madrugada, aprovechando que Miranda parecía profundamente dormida, Alec no pudo contener la curiosidad que le carcomía. Se deslizó con sigilo fuera de las sábanas y se acercó al lado de la cama de su esposa. Con movimientos calculados para no hacer ruido, abrió el cajón de la mesita de noche, esperando encontrar aquello que ella había guardado con tanto recelo.
Su mano tanteó en la oscuridad, esperando tocar algo extraño, una caja, un documento... pero sus dedos solo encontraron el fondo de madera vacío y un par de libros. Encendió la linterna del móvil por un segundo. Nada. No había nada allí.
Alec frunció el ceño, confundido. Juraría que la vio guardar algo. «Tal vez fue mi imaginación, o tal vez soy yo el que se está volviendo paranoico con todo este estrés», pensó. Se sintió un poco estúpido por desconfiar así. Cerró el cajón con cuidado, sacudió la cabeza para despejarse y volvió a la cama, intentando conciliar el sueño.
La mañana llegó con una bofetada de luz solar