Cuando la noche se hizo avanzada, Edward estaba listo para dormir, pero como de costumbre, quería un cuento. Justo en medio del pasillo, donde Beatrice caminaba con aire de dueña, el niño se dirigió a Miranda.
—Miranda, ¿me cuentas un cuento? Me gusta cómo lo relatas.
Beatrice se volteó, mirando a su hijo con indignación.
—¿Cómo le pides a ella que te lea un cuento? ¡Yo puedo hacerlo por ti! Soy tu madre, así que no te preocupes, ven y te lo contaré yo misma.
El niño hizo una mueca, un puchero inocente.
—Me gusta cómo Miranda lo hace.
Beatrice se quedó furibunda. No quería demostrar su malestar delante del niño, así que resopló y se fue de allí.
Miranda se dirigió a la habitación de Edward y se sentó.
—¿Por qué no quisiste que tu madre te leyera el cuento? —le preguntó, sonriendo.
—No me gusta. Siento que se aburre —dijo el niño, con la honestidad brutal de un infante.
Miranda disimuló su sorpresa; era más que evidente que a Beatrice le fastidiaba el rol de madre. Luego, comenzó a