Cuando Miranda llegó a casa de su amiga, Vera, fue recibida con una efusión de indignación solidaria.
—¡No puedo creerlo, Miranda! De verdad, ¿tu marido tuvo el descaro de decirte que permitiría que la madre de su hijo esté con ustedes algunos días en casa? —exclamó Vera, ofreciéndole una cerveza helada—. Creo que todo esto claramente es un plan de esa mujer. Lo único que quiere es estar cerca de tu marido. Es una desgraciada, la verdad es que deberías darle su merecido. ¡No te quedes de brazos cruzados y tampoco permitas que ella te haga sentir como si tú no vales nada cuando, en realidad, eres la que manda!
Miranda hizo una mueca y le dio un sorbo enorme a la bebida. La cerveza fría quemó su garganta, volviéndose agradable en el momento en que necesitaba desahogarse.
—He pensado demasiadas cosas, Vera. Ya no entiendo qué es lo que pretende hacer Alec, el muy idiota se atrevió a besarme, y casi termino acostándome con él, fui una estúpida, pero actué a tiempo y lo impedí. Lo empujé