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Alec no permitió que la discusión terminara allí. Volvió al ataque, señalando a Miranda con el índice, con la autoridad de un amo sobre su sierva.

—No quiero que vuelvas a entrar a mi oficina y revises mis cosas —espetó, con su voz cargada de advertencia—. Es una falta de respeto. No tienes que buscar nada. Hay cosas que deben quedarse solo para mí, y tú estás incómodamente inmiscuyéndote en asuntos que no te convienen, que no te importan.

—¿Cómo puedes hablar de esa manera? —replicó Miranda, con la voz ahogada por la rabia—. ¡Soy tu esposa! Incluso cuando estamos mal, ¿cómo pudiste ocultarme algo sobre tu salud? ¡Es absurdo!

Alec no le dijo nada más. Finalmente, giró sobre sus talones y se marchó, declarando que tenía que terminar de hacer algunas cosas pendientes.

—Creo que deberías dejar de tratarme así —expresó Miranda en voz baja, con los dientes apretados, rugiendo impotente mientras veía cómo se marchaba.

El sonido de la puerta al cerrarse resonó en la habitación, dejándola sol
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