El esfuerzo de mover a Alec era extenuante. Incluso cuando él se le escurría de los brazos, Miranda no pudo dejarlo abandonado. Aunque en su fuero interno sabía que debió haberlo hecho, la compasión era un defecto del que no podía deshacerse.
—Miranda, realmente creo que tú y yo deberíamos divertirnos esta noche —declaró él de repente, arrastrando las palabras.
Ella se tensó de inmediato, el rostro ardiendo.
—¡Deja de decir tonterías! Solo estás borracho. Si tuvieras la cabeza fría, ni siquiera dirías esas cosas —replicó, molesta.
Alec se frenó en seco en el pasillo, obligándola a detenerse también. La miró directamente, sus ojos vidriosos fijos en ella.
—No estoy bromeando cuando te digo eso. Vamos a pasar la noche juntos. Creo que necesito un poco de acción.
Miranda puso los ojos en blanco, el sonrojo se debía tanto a la indignación como a la tonta punzada de la atracción que su ebrio atrevimiento encendía.
—En serio, te pediré que te detengas. No haces más que decir idioteces.
E