Esa noche, el dormitorio se había convertido para Alec en una prisión mental. Sentía que la noche se extendía en una eternidad sin final. No podía conciliar el sueño; su mente giraba una y otra vez sobre el diagnóstico, la inminente cirugía, el juicio contra su madre, Elizabeth, y la cómplice, Beatrice. Estaba aturdido.
Se levantó de la cama, acercándose a donde Miranda dormía plácidamente. Se veía tan serena; su respiración era pacífica, su pecho subía y bajaba con un ritmo hipnótico, un baile de calma que él tanto anhelaba. Alec la observó desde ese ángulo, incapaz de compartir esa paz.
Se llevó ambas manos a la cara, frustrado por su insomnio. Se levantó y la miró por última vez antes de abandonar la habitación, sus pasos eran lentos y torpes, debido a ese sueño que se sentía tan lejano.
Se dirigió a su despacho, se encerró y se dejó caer pesadamente sobre el sofá de cuero.
—¿Cómo pude haber llegado a una cosa como esta? —cuestionó a la nada con la voz ronca.
Se acercó al minibar y