En la mañana, en su despacho ejecutivo, Alec Radcliffe se encontraba detrás de su escritorio de caoba pulida. Estaba absorto en documentos, pero su mente era un campo de batalla. De nuevo, las palabras de Miranda lo asaltaban, ese atrevimiento descarado en la noche. La idea de solo imaginar a Miranda con alguien más le provocaba una rabia tan cruda que no podía concebirla. No era celos, se dijo, sino la violación de su control.
Resopló sonoramente, sacudiendo la cabeza para expulsar esa imagen, pero el rostro desafiante de su esposa persistía.
—¡Maldita sea! —maldijo en voz alta. No podía concentrarse, y por supuesto, le echó la culpa a ella.
"¿Quién se cree que es para decirme esas cosas? ¿Acaso no sabe que es mi esposa?" Soltó, hablando a solas. Le parecía una falta de respeto suprema que ella pudiera atreverse siquiera a insinuar que buscaría afecto fuera del matrimonio. El hecho de que él le hubiera fallado era irrelevante en su retorcida lógica; ella no tenía el derecho de hace