Miranda estaba en el apartamento de Vera, sentada en el sofá, acurrucada bajo una manta y sorbiendo un té caliente que Vera le había preparado.
—Hablaste con tu marido —dijo Vera, observándola con cautela—. Sé que estás enojada, sé que todo esto te toma por sorpresa, pero ¿cómo es posible que ni siquiera lo supiera? De verdad, Miranda, ¿crees que no lo sabía? ¿O sí lo sabía y lo estaba ocultando?
Miranda dejó la taza sobre la mesa con un golpe seco.
—No sé en quién creer. No sé quién me está engañando y quién me miente en la cara. Confiar en él, en Alec... ¡No puedo confiar en él cuando he leído que ha usado todo esto como tapadera!
—¿De qué exactamente? —preguntó Vera.
—En cuanto a las pruebas de ADN... las he visto, Vera —dijo Miranda, con voz ronca—. He visto que las pruebas de ADN son ciertas. ¡Tenemos esa compatibilidad! No puedo creer que esté pasando.
—Ay, amiga. Lo siento mucho, pero tienes que pensar en tu bebé, en ese bebé que llevas dentro de ti. No te puedes alterar —la re