Sus dedos recorren el interior de mis muslos, y siento que la piel se me eriza como si tuviera electricidad corriendo por dentro. Me acaricia con una devoción que me rompe, como si yo fuera algo frágil y sagrado, como si estuviera a punto de entregarme al fuego… y aun así, él fuera a sostenerme dentro de las llamas.
Me observa. Mientras sus grandes manos separan mis muslos con lentitud, tomándose su tiempo para admirarme, y su mirada —esa maldita mirada— se clava entre mis piernas como una promesa que no sé si puedo soportar.
Estoy completamente abierta para él, pero cualquier pizca de pudor que pudiera existir en mi cuerpo, ya se ha desvanecido. Ahora mi mirada está en sus ojos, disfrutando de cómo me observa, de cómo se deleita con cada parte de mi cuerpo.
Y entonces lo hace.
Edward se inclina y me besa ahí. Separa mis pliegues con su lengua, con una delicadeza que no muestra más que perversidad en su mirada.
Un jadeo me estalla en la garganta. Es cálido. Húmedo. Demasiado íntimo. Su