Bianca, con el rostro pálido como el mármol de una estatua rota, aferraba su taza de porcelana fina con manos que temblaban ligeramente, sus nervios tensos como cuerdas de violín a punto de romperse. El silencio era un velo frágil, roto solo por el suave tintineo de las cucharas contra las tazas, pero en el aire flotaba una tormenta inminente, cargada de traiciones y secretos sepultados.
Willow, la reina de la falsedad envuelta en un vestido azul claro que acentuaba su figura esbelta y altiva, limpió con delicadeza teatral la comisura de sus labios carnosos con la servilleta de lino bordado, un gesto calculado que parecía ensayado ante un espejo de vanidades. Alzó la mano con gracia felina, atrayendo todas las miradas como una serpiente hipnotizando a sus presas. Sus ojos, verdes como el veneno de una víbora, se posaron en Bianca con una dulzura fingida que ocultaba el filo de una daga.
—Bianca querida… —ronroneó con voz melosa, pero impregnada de un veneno sutil, como miel adulterada