Bianca no podía sacarse la sensación de encima. Esa advertencia de Willow, tan pulida en su forma, escondía un veneno dulce, como si hubiera saboreado el instante exacto en que la dejó expuesta frente a todos.
Las palabras resonaban en su cabeza como un eco en una habitación vacía.
No iba a quedarse con la duda.
Con dedos temblorosos, buscó en su móvil el número desde el que había llegado el mensaje del falso embarazo. Lo miró unos segundos, como si el aparato pudiera darle respuestas por sí mismo, y luego llamó a uno de sus pocos aliados, un viejo contacto que no la había abandonado cuando todos los demás le dieron la espalda.
Horas más tarde, la verdad golpeó.
El remitente era Willow.
Siempre había sido Willow.
Las “pruebas” que Bianca había reunido con tanto esfuerzo —los informes cuidadosamente alterados, las grabaciones llenas de silencios recortados— no habían sido errores. Habían sido piezas, colocadas con precisión quirúrgica, para que ella misma se enredara. Willow había teji