La mañana en que partieron hacia Londres amaneció con una niebla ligera sobre el Bósforo: los últimos vestigios del invierno se aferraban a los muros de la mansión Aslan. Nehir se despidió de su madre en la puerta principal, con un abrazo que sonó a promesa y a advertencia. Ayla negó con la cabeza en silencio, guardando en las pupilas el orgullo y el miedo de haber empujado a su hija contra un poder que superaba fronteras. Halil la acompañó hasta el auto; la mano de Nehir se cerró sobre la suya, recordó el pacto de aquella mañana: enfrentar juntos lo que viniera.
—Te esperamos —dijo Ayla alzando la voz, sin asomar el llanto—. No te demores.
Nehir asintió con firmeza y se subió al asiento trasero. Mirza ya había colocado sus maletines junto a los de ella; en el coche, Zeynep repasaba documentos en su tablet, y Halil daba las últimas instrucciones al piloto. El trayecto al aeropuerto transcurrió en un silencio tenso, salpicado por el rumor de motores y el crujido ocasional de un mensaje