La noche cayó y a las siete, el coche de Damián llegó a la mansión de los Uribe.
Cuando el vehículo se detuvo, el asistente de Alejandro se acercó para abrirle la puerta, comentando con una sonrisa: —¡Don Alejandro está realmente furioso! Señorito Damián, tendrá que ser comprensivo y no echar más leña al fuego.
Damián bajó del coche, cerró la puerta y siguió al hombre.
Alejandro lo recibió en su estudio.
En aquel espacio de antiguo sándalo, bajo la tenue luz de las velas, apenas Damián entró, Alejandro soltó un resoplido: —Por fin ha regresado nuestro gran amante, ¿quieres que te demos la bienvenida con flores y una fila de honor?
Damián no se atrevió a rebelarse, bajó la cabeza: —Abuelo.
Alejandro, sentado mientras bebía té, escudriñó a su nieto con ojos ancianos pero afilados como los de un águila. Poco después, le dijo a alguien a su lado: —Trae la vara de caña, ¡voy a aplicar la ley familiar!
Apenas terminó de hablar, desde fuera se oyeron los lamentos de la señora Uribe...
Alejand