En aquel silencio nocturno, frente a rostros familiares, el alma permanecía inquieta.
Pese a la tempestad que azotaba su interior, Aitana tomó asiento. Cada bocado se convertía en un desafío, pero comprendía la necesidad de alimentarse.
Ya no quedaba rastro de aquella joven de antaño; ahora era, ante todo, madre de Mateo.
Sin embargo, el dolor resultaba tan profundo que no podía evitar que sus lágrimas cayeran silenciosamente, una tras otra, mezclándose con la comida en su plato.
Lina también sufría intensamente y la consolaba con voz suave. Levantó la mirada hacia su hijo; aquel brazo desfigurado le recordaba su estupidez, y las marcas de dedos en su rostro le causaban aún más dolor.
Lina no pudo contenerse más y comenzó a sollozar en voz baja:
—Aquel día debía llevaros, pero me cegué. Recibí una llamada; pensé que Mariana, a quien había visto crecer, merecía mi compasión. Quería enviarle algo de dinero para mejorar su situación. ¿Cómo iba a saber que me dejaría inconsciente? Cuando d