Aitana quedó estupefacta mientras miraba hacia afuera. De repente, sintió el impulso de ver a Mariana.
...
Al atardecer, el horizonte se llenó de nubes púrpuras y plomizas que transmitían una sensación de pesadez.
Una reluciente camioneta negra entró lentamente por las puertas del hospital privado. Como se había coordinado previamente, el responsable esperaba desde temprano.
Cuando el vehículo se detuvo, abrió suavemente la puerta: —Señorita Balmaceda.
Aitana llevaba un ligero abrigo negro y el cabello recogido, como si asistiera a un funeral.
Asintió levemente y siguió al hombre por un pasillo sombrío donde el aire húmedo parecía transportar corrientes frías y hasta chillidos de ratas.
El hombre empujó una puerta de madera.
El marco crujió con un sonido metálico; la pintura verde se descascaraba, evidenciando años de descuido.
—Tenemos fondos limitados —explicó con una sonrisa—. Cuando haya dinero, renovaremos todo y cambiaremos los candados de las mujeres por unos más grandes y segur