Al llegar al paseo colonial, la visión de las cenizas y del humo le corta la respiración. Los bomberos alfas continúan con los trabajos de contención, pero la destrucción es total.
—Santa mierda.
La Papadopoulos Kafetería y el apartamento sobre ella son solo escombros humeantes. El corazón de Otto late con fuerza. La adrenalina lo mantiene alerta, pero hay algo más que lo mantiene rígido: un miedo silencioso, un temor que no había sentido nunca. Que a ella le hubiera pasado algo si no hubiera dormido con el esa noche.
Entonces la ve. Allí está, de pie, con la chaqueta ligeramente arrugada y humeda por la llovizna, cabello despeinado por el viento y la arena de la playa aún adherida a sus sandalias. Sus ojos azules recorren la devastación, pero no muestran miedo; muestran una mezcla de incredulidad, rabia contenida y resiliencia.
Otto baja del auto sin pensar en nada más que en ella. Sus pasos resuenan sobre los adoquines húmedos, cada uno más decidido que el anterior. La gente a su al