Mi respiración salió entrecortada mientras bajaba la vista al celular. El sitio web tenía esa estética siniestra que caracterizaba estas páginas: fondo negro, nombres que brillaban en rojo sangre e iconos que parpadeaban con vida propia.
Los dos luchadores aparecían con sus nombres de guerra: El Segador y Goliat. Las cuotas flotaban debajo en números dorados: El Segador: -180, Goliat: +220.
Era curioso cómo funcionaban las apuestas. El Segador, el más delgado, era el favorito por ser rápido y mortal. Goliat, ese monstruo que parecía capaz de partir a alguien por la mitad, era paradójicamente el que menos chances tenía según los números.
Un botón rojo pulsaba junto a los nombres: APOSTAR—$100,000.
¿En serio Nicolás iba a apostar cien mil dólares? Qué carajo estaba pensando.
Debería ser simple: uno o dos toques y habría terminado de apostar, pero Nicolás seguía tocándome.
Sus pulgares jugueteaban con los picos duros de mis pezones mientras me retorcía en su regazo, luchando por mantener