Los ojos de Soraya ardían fijos en los de Nicolás, más por incredulidad que por dolor. Luego se volvió para tomar su bolso del sofá, rebuscó en su interior, sacó el llavero y lo arrojó hacia la mesa.
El metal resonó contra la madera.
—Ya sabes dónde encontrarme cuando recobres la cordura —dijo, dirigiéndose hacia la puerta con paso firme.
—No olvides los papeles —le gritó Nicolás.
Ella no respondió. La puerta se cerró de tal portazo que las paredes temblaron.
Nicolás finalmente me soltó, y una vez que la presión de sus brazos se desvaneció, me di la vuelta, alisándome la camisa. Al principio no lo miré a los ojos. Estaba demasiado ocupada controlándome. Finalmente me dirigí a un sofá y me senté.
—No sabía que eras tan fuerte —dijo después de un momento—. ¿Dónde has estado escondiendo esos músculos?
Le lancé una mirada.
—No tiene gracia, Nicolás. Tienes que ocuparte de ella.
—Lo haré. Le he dado un plazo límite.
—Sabes perfectamente que no firmará esos papeles para entonces.
Se acercó y