Capítulo 7. La apuesta.
Sentí que algo se rompía dentro de mí. ¿Cómo era posible que amar a Fernando me hiciera tan miserable?
—Suéltame, Nicolás —le dije con voz temblorosa—. Puede que no seas un buen hermano, pero yo sí soy una buena amiga y no me voy a quedar aquí sentada viendo cómo engañan a mi amigo otra vez. Voy a salir.
Nicolás siguió sin moverse, sosteniéndome firmemente por la cintura como si fuera una estatua.
Con una voz tan calmada que solo alimentó mi furia, me dijo. —No puedo dejarte salir, gatita. Te voy a detener físicamente si es necesario.
—¿Quién diablos te crees que eres? —le contesté enojada—. No tienes derecho a controlarme, Nicolás. Suél-ta-me.
—No te estoy controlando, pero te voy a detener físicamente si tengo que hacerlo.
Si hubiera tenido las manos libres, probablemente ya le habría dado una cachetada.
—Ahora entiendo por qué Fernando casi nunca te mencionó en los diez años que lo conozco. Eres un idiota arrogante y fastidioso que no se preocupa por nadie más que por sí mismo. Prefieres ver cómo le rompen el corazón a tu propio hermano antes que hacer algo al respecto.
Los ojos de Nicolás se oscurecieron y por un instante, creí percibir un destello siniestro en su mirada.
—Ahí está el problema, Solana. Fernando disfruta que Dalila lo haga sufrir. Le encanta esa relación tóxica y no puede vivir sin ella. Eres la única que cree que esos dos no deberían estar juntos. Deja de meter tus propios sentimientos en la vida de Fernando.
—No puedes decirme qué hacer o sentir, odiador de hermanos.
Nicolás sonrió. —Piensa lo que quieras, pero yo quiero lo que hace feliz a Fernando. Lamentablemente para ti, esa es Dalila. Siempre lo ha sido y lo será.
—Eres asqueroso.
—¿Y qué piensas hacer al respecto, Solana? ¿Lo vas a secuestrar y llevártelo a una isla desierta? ¿Lo vas a encadenar en tu casa? Fernando siempre regresa con Dalila. ¿En serio crees que eres la primera que trata de separar a esos dos? Ya déjalo en paz.
—No puedo.
Las palabras se me escaparon antes de poder detenerlas. Respiraba agitadamente, el rostro me ardía de vergüenza, y ahí estaba yo, una idiota con el corazón hecho pedazos por un hombre que andaba detrás de otra mujer.
Nicolás inclinó la cabeza, estudiándome con los ojos de un depredador que acababa de encontrar la parte más débil de su presa.
—¿Qué tal si hacemos una apuesta? —inquirió.
Entrecerré los ojos. —¿Qué apuesta?
—Si la boda entre Dalila y Héctor se lleva a cabo, te voy a dejar tranquila para que puedas perseguir a Fernando hasta el fin del mundo si quieres. Lo seguirás como un perrito fiel y no voy a mover ni un dedo para detenerte.
—¿Y si no?
Una sonrisa lenta y peligrosa se extendió por su rostro. —Si la boda se arruina, y créeme que se va a arruinar, te voy a perseguir con todo, Solana. No hay lugar en este mundo donde te puedas esconder que yo no te encuentre. Me voy a meter en tu cabeza, en tu cuerpo, y en tu alma. Te voy a arruinar para cualquier otro hombre. No vas a poder pensar, respirar o dormir sin sentirme en todas partes. Te voy a hacer olvidar que Fernando alguna vez existió. Las cosas que te podría hacer, las cosas que quiero hacerte...
Por alguna extraña razón, la respiración se me cortó por completo y me volteé para darle la espalda a Nicolás, enfocando mi mirada hacia la ventana mientras me preguntaba por qué mi cuerpo había reaccionado con tal intensidad eléctrica. Quizás era odio, traté de convencerme a mí misma, odio puro que provocaba esas sensaciones físicas, no deseo, jamás deseo. No obstante, me encontraba extrañamente consciente de cada centímetro que nos separaba, como si las barreras de tela entre nuestros cuerpos hubieran desaparecido por completo.
Traté de alejarme, pero él me mantuvo cerca, con sus labios rozando mi oído. El contacto envió una descarga eléctrica por todo mi sistema.
—Lo único que necesitas es algo más en qué concentrarte —me dijo—. Algo donde puedas poner toda esa energía que tienes. Déjame ayudarte con eso, déjame darte algo que hacer, gatita, algo muy rico.
Quería que lo hiciera.
Dios mío. ¿Qué me pasaba?
Ese era el hermano de Fernando. No podía estar enamorada de un hombre y volverme loca con su hermano. Sin embargo, mi cuerpo me estaba traicionando, respondiéndole de maneras en que nunca le había respondido a nadie.
—No puedes hacer esto —le dije, sin reconocer mi propia voz—. Eres el hermano de mi mejor amigo. Hay reglas sobre estas cosas.
—¿Reglas? Al diablo con tus reglas —me dijo—. Cuando veo algo que quiero, lo tomo. No como tú, que te quedas ahí suspirando y dejando que se te escape la vida. Eso te voy a enseñar, Solana: a tomar lo que quieres.
Se me cortó la respiración. —No necesito tus lecciones, muchas gracias.
Me tocó las caderas, atrayéndome más hacia él, y no creí que me quedara ni un hueso en el cuerpo para resistirme.
—Siempre consigo lo que quiero —me dijo con esa voz grave y amenazante—. Y como lo que quiero ahora mismo eres tú, más te vale esperar que esa boda se haga, porque no hay nada que desee más que tenerte completamente y hacerte mía hasta que pierdas la razón.
Sentí que las piernas me temblaban y estaba a punto de caerme. La piel me quemaba, el corazón me latía con fuerza en el cuello. Nunca había experimentado esa clase de atracción salvaje, esa necesidad tan intensa que iba más allá de cualquier lógica o principio. No se parecía en nada al tierno cariño que sentía por Fernando. Era algo mucho más oscuro, más peligroso, y terriblemente seductor.
—Aléjate de mí. —susurré.
—Acepta el trato, Solana.
Todo mi cuerpo temblaba y mi mente me gritaba que huyera, pero cada fibra de mi ser se acercaba más a él, traicionándome. En ese momento, me odié más a mí misma que a él, porque a pesar de mis sentimientos por Fernando, una parte de mí quería ver qué pasaría si me rendía.
Tragué saliva con dificultad, desesperada por poner distancia entre nosotros, por recuperar algo de control.
—Está bien —le dije, volteándome para mirarlo a los ojos—. Tenemos un trato. Si la boda se hace, no quiero verte nunca más. Si no... haz tu mejor esfuerzo.
La sonrisa de Nicolás fue puro pecado.
—Ay, gatita. No tienes idea de lo que acabas de hacer.
Estaba bastante segura de que acababa de venderle mi alma al diablo a cambio de nada.
—Sabes lo que esto significa, ¿verdad? —me preguntó—. Tengo una boda que arruinar.
—¿Qué? No, no, no. Dijiste que no ibas a arruinar la boda.
—Eso fue antes de que aceptaras mi trato. ¿Crees que puedes ganar jugando limpio?
—No vas a arruinar esta boda, Nicolás.
—¿Apostamos?
—Ya terminé contigo y tus tontas apuestas. Si te atreves a hacer algo malo durante este evento, te voy a hacer pagar.
Se echó a reír. —Ah, esto se puso bueno, gatita. Que gane el mejor.
Antes de que pudiera responder, la puerta principal se abrió de golpe y Fernando apareció con aspecto devastado. Tenía el cabello revuelto, los ojos enrojecidos y los hombros caídos por el peso de la derrota. Al verlo tan destrozado y vulnerable, obviamente dolido, volví bruscamente a la realidad y recordé por qué me encontraba allí y lo que realmente importaba.
Ambos nos giramos hacia él, y cuando Fernando dirigió la mirada de Nicolás hacia mí, percibiendo nuestra proximidad, sentí que el estómago se me contraía por la angustia.
Dios mío.
—¿Qué están haciendo ustedes dos? —preguntó Fernando, con desconfianza en cada palabra.
Me alejé de Nicolás, como si me hubiera quemado. —Nada.
Fernando entrecerró los ojos. —¿Ustedes dos estaban...? Dios mío. ¿Se estaban besando?