Casi una hora después, estaba en el auto de Nicolás observando la casa de sus padres, que se alzaba imponente ante mí.
Se suponía que debía entrar y terminar lo que quedaba de mi amistad con Fernando, pero no me moví.
En el hotel había estado tan cómoda con Nicolás, había sido fácil pretender que el mundo no existía cuando éramos solo nosotros dos, enredados entre sábanas y respiraciones entrecortadas. Nicolás, al parecer, solo necesitaba unos minutos para estar listo otra vez después del clímax, y eso había resultado deliciosamente agotador.
Pero cuando anunció que su jet privado partía hacia Nueva York en dos horas, la realidad me golpeó de repente, sin más negación ni distracciones juguetonas: había llegado el momento.
No había podido decir mucho desde que giró la llave y encendió el motor, pues mi mente había sido un caos de ruido y silencio estrellándose uno contra el otro hasta que lo único que pude hacer fue mirar por la ventana.
Tenía que hacer esto. Terminar las cosas con Fern