El carruaje familiar se adentró con pesadez en la larga avenida de robles centenarios que conducía a Ashbourne Manor al caer la tarde. Los últimos rayos del sol, dorados y oblicuos, se filtraban entre las hojas, pintando de sombras largas y cambiantes el camino de gravilla.
Tras semanas de adoquines grises, del ruido constante de carruajes y pregoneros, y del aire espeso de Londres, la campiña resultaba casi irreal: el aire era fresco y puro, impregnado del aroma dulce de la hierba húmeda, del tilo en flor y del canto lastimero de las alondras que se elevaban hacia el cielo crepuscular. Sin embargo, Eleanor, con el corazón oprimido, no lo sintió como un regreso al hogar, sino como el lento y inexorable cierre del portón de una jaula de oro, que se cerraba tras de sí con un ruido sordo y definitivo.
Lord Whitcombe descendió primero, con su porte solemne de estadista y el ceño fruncido que se había vuelto su expresión permanente. Observó la imponente fachada de piedra gris, cubierta de