El amanecer en Grosvenor Square llegó envuelto en una niebla pálida y húmeda, como si la propia ciudad, avergonzada o complaciente, quisiera ocultar los fracasos de la temporada. Bajo ese velo grisáceo, la actividad frente a la mansión de los Whitcombe era un frenesí contenido.
Los cocheros, con el aliento empañando el aire frío, cargaban baúles que contenían los restos de un verano social fallido; las criadas, con rostros somnolientos, subían cajas repletas de sombreros que ya no se lucirían, y los lacayos iban y venían como fantasmas bajo la mirada gélida y severa de Lady Whitcombe, que supervisaba cada detalle con la precisión de un general que se retira de una campaña sin haber ganado la batalla decisiva.
Eleanor descendió lentamente