El verano había llegado a Ashbourne con su calma engañosa, desplegando un manto de dorada placidez sobre los campos. Las espigas de trigo ondulaban en suaves olas bajo un sol tibio y generoso, el río serpenteaba perezosamente junto al viejo molino, y en los jardines, las rosas estallaban en un esplendor de carmines y blancos inmaculados, llenando el aire con su fragancia embriagadora. Pero para Eleanor, cada pétalo, cada susurro de la brisa entre los árboles, estaba teñido de una opresión sutil y asfixiante.
La casa, que antaño fue un refugio, ahora parecía un cuartel en estado de alerta silenciosa. Lacayos de mirada esquiva merodeaban por los pasillos con pretextos endebles, los guardias, con sus uniformes impecables, montaban ronda constante cerca de las verjas principales y traseras, y hasta su propia doncella, Clara, la observaba con