Los días en Ashbourne parecían avanzar con la calma habitual, pero para Eleanor cada instante estaba impregnado de un nerviosismo secreto que transformaba lo mundano en significante. La casa se llenaba de visitas, de cartas con sellos elaborados, de planes para la inminente temporada en Londres que su madre discutía con animación.
Los baúles comenzaban a descender de los desvanes, y el aire olía a naftalina y expectación. Y sin embargo, bajo aquella superficie de rutina y preparativos mundanos, había una corriente invisible que lo alteraba todo, una tensión de cuerdas afinadas en un tono que solo ella podía oír.
Las palabras de su padre aún resonaban en su memoria como un eco implacable: “Entonces dejaría de ser un Whitcombe.” Eran una losa de mármol,