Sin darse cuenta, abrumada por la tensión de los días previos y la vorágine de los preparativos, el día de regresar a Londres había llegado. Eleanor despertó temprano, cuando la primera luz del amanecer, pálida y fría, se filtraba entre las cortinas de terciopelo de su alcoba en Ashbourne. La habitación, que había sido su refugio y su celda, estaba ahora invadida por el vacío que dejan los baúles cerrados.
La doncella, Clara, ya esperaba en silencio con un vestido de viaje en tonos sobrios de gris azulado, apropiado para las largas horas de polvo y traqueteo. Mientras la ayudaba a arreglarse, con los dedos ágiles abrochando los botones a su espalda, Eleanor sintió un nudo en la garganta, tan tangible que le costaba tragar.
Dejaba atrás más