La noche había caído sobre Ashbourne con un silencio extraño, interrumpido solo por el ulular de un búho en el bosque cercano. Eleanor aguardaba en los jardines, envuelta en un chal oscuro que contrastaba con la blancura de su piel. Cada sombra parecía observarla, cada crujido de las ramas un presagio.
De pronto, una figura emergió entre la hiedra del muro oriental. Se movía con la agilidad de un hombre acostumbrado al peligro, y cuando la luna iluminó su rostro, el corazón de Eleanor dio un vuelco.
—Gabriel… —su voz fue apenas un suspiro.
Él se acercó sin hacer ruido, y antes de que ella pudiera decir nada más, tomó sus manos entre las suyas.