Tariq levantó las manos intentando detener el inminente desastre, pero fue demasiado tarde. Eleanor, avergonzada, se quitó el velo y se inclinó a los pies de Tariq para limpiarlo, el desastre final fue peor del que ya había causado.
— ¡Quita, mujer! ¡Lo arruinas más! —Tariq dio un salto atrás, sus carísimos zapatos italianos cubiertos de una mezcla asquerosa y etílica.
— ¡Lo siento! ¡Te dije que quería ir al baño! — Eleanor intentó acercarse de nuevo, pero él se lo impidió.
Tariq se quitó los zapatos pateándolos con asco.
— Hay ropa en esa caja... — Ella señaló a una en el fondo.
Él se abalanzó sobre la caja, pero la ropa y los zapatos eran viejos, y no le quedaban. Maldijo de nuevo en una lengua que ella no entendió.
— ¡Estoy hecho un desastre! ¡Esta mujer va a volverme loco! — bufó para sí mismo.
Ella se limpió las lágrimas y el maquillaje corrido con la falda de su vestido y lo convenció de cambiarse.
El rostro de Tariq era un poema. Rebuscaba en la estúpida caja y sacaba prenda, tras prenda, hasta encontrar algo medianamente cercano a su talla.
Para cuando salieron a la calle, él llevaba un pantalón que le quedaba demasiado corto y unas pantuflas viejas. El chofer abrió mucho los ojos al verlo, pero bajó la cabeza haciendo como si no se hubiera dado cuenta y tampoco se atrevió a decir nada.
— ¿A casa, señor? — Preguntó sin levantar la vista para no incomodar más a su jefe, si es que eso fuera posible.
— Al penthouse. ¡Ahora! — casi ladró.
El viaje en el Bentley fue un silencio pesado. El chofer echaba una mirada de cuando, en cuando, vigilando la situación allá atrás, sin poder creerse que su jefe estaba en semejantes fachas. Tariq parecía estar teniendo uno de sus peores días, y la pobre chica, esa seguramente recordaría esa fecha por mucho, mucho tiempo.
Ella, sentada rígidamente en el asiento trasero, con su vestido arrugado y la botella de vodka vacía apretada debajo del brazo, sentía la tensión de Tariq en el asiento contiguo como si una corriente eléctrica se estirara hasta tocarla en cualquier momento. ¡Era un castigo!
Giró la cabeza para mirar por la ventana, el vidrio le devolvió el reflejo de una desconocida, se había convertido en una completa ruina.
Al llegar al rascacielos, la opulencia del lugar la abrumó. Ahora ella era parte de las posesiones de este hombre implacable, solo sería una pieza incómoda en su impecable y controlado tablero.
Subieron en un ascensor privado. Con cada paso que daba más se alejaba de su vida. De su dignidad. De la persona que alguna vez fue.
El apartamento era como su “esposo”. Ostentoso. Frío. Deslumbrante. Impersonal. Su imperio particular flotando sobre la ciudad.
— Bienvenida, Sra. Al-Farsi — dijo él con voz helada. — Esta será su casa durante el tiempo que estipula el contrato, ¡ni un día más, ni un día menos! — Escupió con molestia evidente. Ella no pudo evitar sentirse como un estorbo — Su equipaje ya está aquí, dijo y desapareció de su vista dejándola ahí plantada en la sala, como si necesitara poner mucha distancia entre los dos.
Eleanor se quedó de pie en medio del lobby. No se atrevió a sentarse siquiera por temor a ensuciar el blanco inmaculado de los muebles, ni los pisos de mármol, que se le asemejaban a una tumba. Muy elegante, pero tumba al fin.
Una corriente de aire frío la golpeó de repente haciendo que ella buscara la ventana desde dónde provenía la ráfaga.
Se giró en redondo con dificultad tropezando con el largo del vestido, y halló un vidrio abierto.
Se abrazó a sí misma frotándose los brazos y esperó unos minutos, pero nadie vino por ella, así que, decidió cerrarla. Caminó torpemente en puntitas de pies y levantó el brazo para alcanzar la ventana, pero estaba muy alta para ella. miró a través del cristal y la altura le produjo vértigo.
Tragó grueso, e inspiró muy hondo mientras se repetía a si misma que tendría que acostumbrarse porque pasaría mucho tiempo ahí, mirando a través de esas enormes vidrieras desde donde las persona allá abajo, se veían pequeñas como hormigas, así como se sentía ella ahora.
Dio un par de saltitos para alcanzar la ventana, y nada, pero el aire frío continuaba colándose y ella seguía temblando, así que hizo un último intento y logró apenas tocar el vidrio con las puntas de los dedos lo suficiente para cerrar la venta de golpe, pero, al caer de nuevo al suelo, resbaló y tropezó con una hermosa mesita decorativa haciéndola pedazos.
El estruendo hizo salir a Tariq de donde fuera que se hubiera metido profiriendo un par de maldiciones.
— ¿Qué cree que hace? — mirando el desastre — ¡Le restaré los daños que ocasione en mi casa de su pago! — Le advirtió, señalándola con el dedo.
La chica se encogió y tragó grueso tratando de disculparse.
— No quise… yo…
Tariq, ya cambiado a un nuevo traje impecable, exhaló con fuerza y negó con la cabeza mientras la examinaba de arriba abajo con desaprobación y su habitual mirada inexpresiva. Tomó aire y continuó.
— Sra. Al-Farsi… — Dijo más para acostumbrarse a la idea, que por otra cosa.
— Eleanor Vance — respondió ella, firme, levantando la barbilla y devolviéndole la mirada, con una chispa minúscula de resistencia, forjada en el fuego de su reciente humillación. No le permitiría quebrarla por completo.
La tensión entre ellos podía cortarse con una navaja.
Tariq la ignoró, se giró y le mostró un pasillo haciendo caso omiso a su incipiente llamarada de desafío.
— ¡Como sea! Su suite está al final. Será su espacio privado. El resto es compartido. Las reglas son simples: formalidad en todo momento. Distancia. No invada mi espacio. Nada de preguntas… — Eleanor trataba de llevarle el ritmo — Usted mantiene las apariencias como mi esposa en público, y yo le doy la estabilidad económica que tanto necesita. Fuera de eso, no existimos el uno para el otro.
La pobre mujer tragó grueso tratando de mantener en su mente la lista de normas que él escupía como si ella fuera una especie de grabadora automática.
Él extendió la mano y le entregó un control.
— Esta es su llave. Solo funciona para su suite y el ascensor de servicio — y luego añadió: — No use el privado.
La crudeza de sus palabras, y la total ausencia de cualquier pretensión de convivencia la golpeó con la fuerza de un puñetazo.
“No use el privado”, le había dicho, es decir, que la consideraba una empleada más. ¡Pero claro! Ni de sueños iba a tratarla como una esposa.
Su nuevo hogar era una jaula de cristal con barrotes invisibles. Tariq Al-Farsi era el carcelero. Él le dio una última escaneada y se fue a su estudio dejándola sola.
Eleanor, sintiéndose perdida, tan pequeña, y tan vulnerable se dirigió a su suite. Un nudo de desesperación se le formó en el estómago. El alcohol seguía haciendo estragos en su cuerpo y necesitaba un baño y un analgésico.
Mientras caminaba por el pasillo buscando su suite, un olor dulce a té de hierbas la guio hasta la puerta de la cocina.
Una anciana de cabello plateado la miró con compasión. Era Jamila, el ama de llaves. La mujer le regaló una sonrisa y le ofreció una taza humeante de té.
— Señora Al-Farsi, bienvenida, pase por aquí. ¿Un té? — La mujer fue la única persona en tratarla con humanidad desde que pisó el mausoleo de oro en el que viviría ahora — Para el dolor. Para calmar el espíritu.
— Gracias — murmuró Eleanor.
— El Halcón Dorado a veces no ve la Rosa del Desierto que le es destinada — Ella murmuró al darle la taza en las manos — Ten fuerza, mi niña. Los corazones destinados a encontrarse no cambian.
Eleanor ladeó la cabeza sin entender las palabras de la anciana, pero agradeció el gesto de la mujer y el té le calentó las vísceras. Se sintió menos sola.
— Venga, la llevaré a su habitación, ya verá cómo se reanimará con una buena ducha.
En su suite, la rubia se quitó el vestido y buscó ropa en su maleta. Sacó algunas cosas y encontró el medallón de su abuela, uno muy antiguo, el mismo que le había regalado antes de morir, y que había dejado olvidado en Brooklyn.
Inspiró hondo agradeciendo el gesto, no pensó que él fuera capaz de pensar en detalles como esos, al menos tendría algo familiar con ella que le diera la sensación de hogar, y lo apretó contra su pecho preguntándose qué le depararía el destino, mientras sus lágrimas continuaban surcando sus mejillas.
Pegó su espalda a la pared y se dejó deslizar hasta el suelo dejando que su alma se desahogara hasta quedarse dormida.