El aire del apartamento de Brooklyn se había vuelto espeso con el hedor a vodka rancio y la desesperación.
Las cajas de mudanza estaban tiradas por todas partes, y Eleanor no se movía entre ellas; se arrastraba. Cada paso era una carga, cada aliento, un lamento mudo.
Sus manos entumecidas, se habían detenido en la caja sin marcar. Aquella que contenía el vestido de novia. No el vestido que Samantha le había prestado para la farsa de la mañana, sino su vestido. ¡Su vestido!
El que Dylan le había elegido, blanco perla, con delicados encajes y el velo a juego, guardado con la reverencia de una reliquia.
— A ver… ¿qué debo hacer contigo? — le preguntó, como si fuera a decidir qué hacer con la pena de lo no resuelto.
Lo sacó con cuidado mientras la tela se deslizaba como un fantasma entre sus dedos. Su tacto, antes prometedor de felicidad, ahora era una caricia cruel. Al terminarlo de sacar, un medallón, el de su abuela calló tintineando contra el suelo. La chica se agachó para levantarlo y déjalo sobre la mesita de la entrada.
— Debería usarlo al menos una vez, ¡y esta es la ocasión perfecta! — Se dijo ya con demasiadas copas encima.
Se puso el vestido. Con las manos temblorosas y la mente nublada por el alcohol, se deslizó en la seda fría. Los botones se abrocharon casi por inercia, cada uno como un recuerdo, cada uno un clavo en el ataúd de su corazón. Era una novia, finalmente.
Pero el espejo le devolvió una imagen desgarradora, su maquillaje corrido, los ojos rojos e hinchados, el rímel haciendo surcos negros en sus mejillas y el cabello revuelto.
Una novia sin novio, sin amor, sin futuro.
La botella de vodka, casi vacía, descansaba en la mesa. La tomó sin dudar y la vació en su garganta. El fuego líquido la quemó.
— ¡Novia! — gritó con voz rasposa —. ¡Aquí está la novia! ¡La pobre novia!
Su reflejo en el espejo se distorsionó. Eleanor, en su delirio, empezó su patético espectáculo.
— Usted, Eleanor Vance, ¿acepta a este hombre, Tariq Al-Farsi, como su legítimo esposo? — preguntó ella misma, con una voz como de caricatura.
Hizo una pausa dramática. Miró al espejo, la imagen le devolvió la mirada y se burló de ella como un juez. Luego, le dio una sonrisa cruel.
— ¡Oh, sí! ¡Acepto! ¡Claro que acepto! — Su voz, quebrada —. ¿Quién podría resistirse al halcón dorado? — dijo, presa del dolor.
Después se giró, asumiendo el papel de Tariq. Fría, distante, intocable, imitando a su recién adquirido esposo.
— Y usted, Tariq Al-Farsi, acepta a esta mujer, Eleanor Vance, ¿cómo su legítima esposa? — preguntó, con voz ronca.
Realizó una pausa de suspenso. Eleanor rio, su cuerpo sacudido por los hipidos de la borrachera.
— ¡Oh, sí! ¡Acepto! ¡Acepto a esta patética ruina! ¡Este contrato sin alma! ¡Esta mujer que me salvará de la deportación! ¡Este… fracaso con velo! — Escupió las últimas palabras.
Se desplomó arrodillándose. Lágrimas, ahora renovadas, brotaron. Rímel, sudor y alcohol. El espectáculo había terminado. Solo dolor.
En ese instante, un golpe seco resonó en la puerta. No era el chófer. Era firme, impaciente. Los ojos de Eleanor se abrieron de golpe, y el pánico helado de la vergüenza se instaló en su estómago con algo más que le urgía a moverse.
La puerta se abrió de golpe.
Ahí estaba él. Tariq Al-Farsi. Alto, impecable. Con su figura imponente. Su traje elegante contrastaba con el desorden y la visión de Eleanor.
Los ojos de jade, fríos y calculadores, se clavaron en ella. La sorpresa e incredulidad pasaron por su estoico rostro, y el asco era palpable. No se esperaba esto.
Tariq escudriñó la escena: cajas, olor a alcohol, vestido manchado, rostro grotesco. Y ella, arrodillada con el velo torcido, murmurando sandeces. La botella derramada.
Una punzada de repulsión lo atravesó. No era pena, sino rechazo visceral. Su esposa era una fracasada, una borracha patética. Una mancha en su reputación inmaculada.
¿Esta era la mujer de su destino? El halcón dorado sintió un escalofrío. No de miedo, sino de lástima fría, y de asco amargo. Todo esto había sido un error. Este matrimonio y esta chica lo meterían en más problemas de los que ya tenía.
El hombre chasqueó la lengua con fastidio.
— ¿Señorita Vance? — La voz de Tariq fue un filo de navaja. De desprecio puro.
Eleanor levantó la vista con los ojos vidriosos y el cerebro nublado. El terror la asaltó acompañado de una vergüenza abrasadora. Su escena había sido descubierta y su dolor, expuesto. Él la miraba con lástima y repugnancia.
Eleanor intentó levantarse, pero sus piernas flaquearon. Cayó de nuevo, y el vestido blanco la atrapó. Sus ojos enrojecidos, se encontraron con los de Tariq. No había furia, solo cruda desaprobación.
— Qué patético espectáculo — murmuró Tariq, por lo bajo y maldijo en su lengua, pero para Eleanor pareció un trueno. La cabeza se le abría en dos —. Levántese. El chófer la está esperando. No voy a quedarme aquí a verla revolcarse en su miseria.
¡La humillación final! Eleanor lo miró. Su rostro, impecable e inalcanzable se cernía como una sentencia.
En los ojos de la novia, una pequeña chispa de desafío se encendió. Ya no había nada que perder. Se había casado con él. La había visto caer en lo más bajo. ¿Qué más podría hacerle?
Lentamente, y con un esfuerzo sobrehumano, Eleanor Vance, hecha jirones, comenzó a levantarse. Sus ojos fijos en los de Tariq. No sería doblegada, y menos por él.
Tuvo la firme intención de gritarle algo. Pero las náuseas se le subieron hasta la garganta.
— ¡Venga conmigo! — Él la tomó del brazo, tirando de ella intentando sacarla casi a rastras de la pocilga que tenía por apartamento.
Eleanor se llevó la mano a la boca.
— ¡No! — Eructó y pataleó.
— ¡Que venga, le digo! — Tariq pensó que se estaba negando a ir con él.
— No puedo… tengo que ir al… tengo que… ¡Oh, por Dios! — Eleanor no pudo contenerse.
¡Buagh! El contenido de su estómago salió disparado, aterrizando sobre los zapatos de Tariq. Manchas oscuras de vomito se extendieron por su pantalón impecable, empapando y ensuciándola por completo.
El hedor, ácido y asqueroso, llenó el aire. Eleanor, con el rostro cubierto de su propia inmundicia, se tambaleó sobre el vestido completamente arruinado y sucio por su propio vómito.
La visión era grotesca.
Tariq se quedó inmóvil, una estatua de asco puro y estupefacción. Sus ojos, antes fríos, ahora ardían con una furia helada.
¿Cómo se atrevía esta mujer, esta deplorable y ebria perdedora, a profanar su presencia, y su impecable imagen?
La humillación era insoportable. Esto no era solo una mancha en su ropa, era una mancha en su orgullo, esta repugnante mujer iba a trastocar todo su control.
Se le avecinaba un tormentoso matrimonio.