La biblioteca de Tariq no era solo una colección de libros, era una bóveda de mármol y ébano, un santuario de conocimiento.
Eleanor buscaba el Pergamino del que le hablaba el mensaje anónimo. Sus dedos se movían frenéticos por los lomos de los libros, ignorando títulos financieros y políticos, buscando algo antiguo, algo que oliera a secreto.
Tariq seguía en su oficina. El teléfono descansaba en la mesa, caliente por la llamada a su padre. Una frase que había dicho su padre Hassan todavía resonaba en el penthouse: “el Halcón, en cada vida, nunca reconoce al verdadero chacal hasta que es demasiado tarde.”
Eleanor recordó la frase del mensaje: …el pergamino que no pudo quemar. Se dirigió a la sección de historia antigua, a un estante polvoriento dedicado a las dinastías egipcias. Detrás de un tomo voluminoso sobre la arquitectura de Guiza, lo encontró.
No era un pergamino enrollado, sino un fragmento arrugado y amarillento, con los bordes chamuscados. Lo que quedaba del texto era un je